Entonces la mujer de quien era el hijo vivo, habló al rey (porque sus entrañas se le conmovieron por su hijo), y dijo: “¡Ah, señor mío!, dad a esta el niño vivo, y no lo matéis”. Mas la otra dijo: “Ni a mí ni a ti; partidlo”. 1 Reyes 3:26, 27
Un día, el rey Salomón, desde el sitial de juez, enfrentó un dilema.
Ante él estaban dos mujeres cargando un par de recién nacidos, uno vivo y
el otro muerto. Las mujeres se disputaban el hijo vivo y repudiaban al
muerto.
Eran dos rameras de Jerusalén que compartían la misma vida miserable y la misma habitación, y cometieron el mismo error: quedar embarazadas en tales circunstancias. A su tiempo, parieron niños parecidos.
La noche anterior, una de ellas aplastó a su hijo, y al advertir que estaba muerto lo acostó junto a su vecina y le hurtó el niño vivo. Ambas pedían justicia, y no había testigos. En realidad, sí había uno, Dios.
El Testigo divino impresionó la mente del juez de Israel y este ordenó a un guardia: “Partid por medio al niño vivo, y dad la mitad a la una, y la otra mitad a la otra” (1 Rey. 3:25).
Un grito de angustia retumbó en la sala: “¡Ah, señor mío!, dad a esta el niño vivo, y no lo matéis”.
El iracundo grito de la otra mujer despejó cualquier vestigio de duda: “Ni a mí ni a ti; partidlo”.
Salomón entregó el niño vivo a la primera mujer, y echó a la otra de la sala.
Este no es un elogio a la sabiduría de Salomón. Tampoco una denuncia de la prostitución y la promiscuidad. Es una exaltación del amor maternal.
Aunque ignoramos su nombre, la llamaremos «madre», porque esta flor deshojada por el vendaval de la lujuria y la necesidad, aun carente de pudor, mantuvo intacto el amor maternal. Y antes de que el juez terrenal recurriera a su ingenioso ardid para conocer la verdad, ya el Juez del universo reconocía su derecho y aplaudía su abnegación.
Cristo te ama y yo tambien, alabaaaaaaaaaaaa y gozateeeeeeeeeeee.
Eran dos rameras de Jerusalén que compartían la misma vida miserable y la misma habitación, y cometieron el mismo error: quedar embarazadas en tales circunstancias. A su tiempo, parieron niños parecidos.
La noche anterior, una de ellas aplastó a su hijo, y al advertir que estaba muerto lo acostó junto a su vecina y le hurtó el niño vivo. Ambas pedían justicia, y no había testigos. En realidad, sí había uno, Dios.
El Testigo divino impresionó la mente del juez de Israel y este ordenó a un guardia: “Partid por medio al niño vivo, y dad la mitad a la una, y la otra mitad a la otra” (1 Rey. 3:25).
Un grito de angustia retumbó en la sala: “¡Ah, señor mío!, dad a esta el niño vivo, y no lo matéis”.
El iracundo grito de la otra mujer despejó cualquier vestigio de duda: “Ni a mí ni a ti; partidlo”.
Salomón entregó el niño vivo a la primera mujer, y echó a la otra de la sala.
Este no es un elogio a la sabiduría de Salomón. Tampoco una denuncia de la prostitución y la promiscuidad. Es una exaltación del amor maternal.
Aunque ignoramos su nombre, la llamaremos «madre», porque esta flor deshojada por el vendaval de la lujuria y la necesidad, aun carente de pudor, mantuvo intacto el amor maternal. Y antes de que el juez terrenal recurriera a su ingenioso ardid para conocer la verdad, ya el Juez del universo reconocía su derecho y aplaudía su abnegación.
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